9/7/20

Detective en cuarentena.

CONSIGNA 4: Un día en la vida de un detective privado… en tiempos de coronavirus.

Lo llamaban el sabueso. Y no era una exageración. Tenía un olfato infalible y no había nada que estuviese fuera de su radar.

Partía de la base de que todo sujeto era sospechoso y desde allí investigaba e investigaba hasta que lo identificaba con pelos y señales.

Cuando recorría las calles no había detalle que se le escapara. Cada cuerpo, cada sonido, cada sombra quedaban grabados en su disco duro con una fidelidad absoluta.

Y dentro de su propia casa era capaz de registrar cualquier movimiento, cualquier alteración del orden, cualquier cambio… por mínimos que fueran.

Hasta que llegó aquella cuarentena.

Dicen, sus más cercanos, que la intensificación de sus recorridas, con la consiguiente acumulación de datos que eso conllevó, superó su capacidad de almacenamiento y fue la causa de su enloquecimiento.

Puede ser. Es una hipótesis.

Personalmente creo que la razón fue otra: acostumbrado a tener todo bajo control, una nueva presencia, cercana y contundente, lo descolocó.

¿Quién era ese sujeto que inesperadamente había aparecido en su vida? ¿Cómo había logrado infiltrarse en su intimidad sin que nada lo preanunciara? ¿Cómo no podía reconocer su fisonomía, justo él, a quien nada se le escapaba?

Su extraordinaria capacidad detectivesca había sido puesta en jaque. Y algo peor: el sujeto no parecía sentirse intimidado en lo más mínimo por su acoso.

Durante días y semanas, lo siguió sin perderle pisada. No era fácil hacerlo ya que el sospechoso tenía una rara habilidad para despistarlo. Avanzaba en una dirección, de pronto frenaba y, sin ninguna razón lógica, volvía sobre sus pasos. De pronto parecía seguir un camino previsible, pero tampoco… En un giro desconcertante cambiaba de rumbo y tomaba el camino más inesperado.

Al sabueso lo exasperaba ese deambular, pero lo que más lo volvía loco era el ruido… ¡ese ruido! El sujeto no era sigiloso, todo lo contrario. Se pavoneaba por todos lados bramando como una locomotora…

Indolente, altiva, la “cosa” iba y venía sin el menor pudor.

¿Qué es lo que era? ¿Un habitante de otro mundo? ¿Un mutante? ¿Un alienígena gritón?

Pasó días y semanas siguiéndole la pista. Ya casi no podía soportar el peso del enigma no resuelto. Estaba enajenándose.

Hasta que un día, imprevistamente, una corriente de aire hizo cerrar una puerta con violencia y quedó enfrentado a su realidad.

La puerta tenía un espejo que la cubría casi completamente. Él miró el espejo, escrutó su reflejo y sin ninguna compasión se dijo: “sos un perro”. Lo cual era cierto, era el perro de la casa. Pero su frase tenía un sentido mucho más dramático: “sos un perro como detective”; eso es lo que realmente quería decir.

Escuchó cómo esa frase resonaba entre sus 2 orejas y se sumió en un letargo de depresión y locura. No comía, no se movía, prácticamente dormía todo el día… pero entre sueños seguía alucinando con el ruido infernal de aquel intruso al que ahora, además, se sumaban las risas de los chicos que parecían haberlo adoptado como a una nueva mascota.

Eso ya había pasado. Un hámster y una tortuga en algún momento le habían quitado el cetro, aunque sólo transitoriamente… a la larga se aburrían y volvían a él. Pero esta vez era distinto: no sabía a qué se estaba enfrentando. Ni su olfato ni su instinto le habían dado una mísera pista sobre el misterioso personaje. Estaba completamente perdido.

Cada tanto, cuando alguna visita llegaba a ver a la familia, lo presentaban como “el sabueso de la casa”, lo que no hacía otra cosa que amplificar la patética visión que tenía de sí mismo. Se sentía un fraude y, dadas las circunstancias, lo era.

Pero un día, milagrosamente, el ruido cesó. Al sujeto no se lo veía por ningún lado ni parecía haber rastros de él. Igual, había que ser muy cuidadoso. Ya sabemos que era bastante traicionero, que iba y venía sin avisar. Y que no se sabía por dónde podía atacar.

Rocky encaró el living en puntas de pie. Nada por allí. Luego se encaminó hacia el dormitorio principal. Tampoco. Sigilosamente entró en el cuarto de los chicos. Menos. Los baños. Menos que menos. A medida que se acercaba a la cocina, el corazón le latía cada vez más fuerte. Parecía a punto de explotar.

Y de pronto, el milagro: coronando el tacho de basura, mitad adentro y mitad afuera, estaba él. Cual OVNI encallado. Tieso, inerte, mudito. Totalmente indefenso.

Rocky se acercó lentamente, extrañamente conmovido. Olfateó respetuosamente su cuerpo, helado como un témpano, y encontró, escritas sobre sobre su brillante carcasa, las palabras que revelaban el enigma. Pero estaban en chino.

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