9/7/20

Mundial 2020.

El 1 de julio empezó la segunda edición del Mundial de Escritura. El desafío parecía interesante: había que escribir por lo menos 3000 caracteres por día, durante 14 días, sobre determinadas consignas. Me inscribí muy entusiasmado, pero una vez iniciado el certamen me acordé que toda mi vida había sido publicitario. Aclaro: me acordé que me gustaba escribir guiones de… 30 segundos. Textos de… 10 líneas. O titulares de… 5 palabras. ¡3000 caracteres por día era una maratón! Así que al cuarto día abandoné. Igual algo escribí y me gustó hacerlo, lo que no me gustaba era la presión del delivery diario… Por si a alguien le interesa leerlas, voy a ir publicando mis “4 piezas únicas” más un bonus track que nunca mandé. Jaja.

Ella, allí.

CONSIGNA 1: Escribir un perfil de la persona que amé en secreto y la historia que no fue.

La vi y la amé. Sus ojos, sus cejas, su nariz, su boca. Todo en ella era perfecto. En mí, no. También tenía ojos, cejas, nariz y boca, pero distaban bastante de aquella perfección.

Por aquellos años recitábamos como un mantra aquella frase que nos había revelado el zorro de El Principito, “lo esencial es invisible a los ojos”, pero la invisibilidad de lo esencial no aplicaba al levante. Funcionaba muy bien en los libros, en los poemas, en los posters, sobre todo en los “posters del tiempo”, pero a la hora de la verdad no se lo vendías a nadie. O al menos no a una diosa como ella.

La belleza como actitud todavía no se había puesto de moda… Ya existían Belmondo y Gainsbourg, tal vez los primeros feos con onda de la historia moderna, pero ellos hablaban francés. Y eran Belmondo y Gainsbourg. Y Julia Roberts todavía no se había casado con ese cantante tan feo con el que alguna vez se casó.

Estaba claro que yo no tenía muchas posibilidades. Sin embargo, no me resignaba. Aunque tampoco me animaba a contárselo a nadie. Era realmente un amor secreto. Y suponía, mal, que sólo era amor de 1 día…

Recuerdo exactamente aquel día. Yo estaba llegando a mi trabajo y, de repente, increíblemente, ella estaba allí. Fue tal el deslumbramiento que no estaba seguro si la había visto o si la había soñado. Pero al día siguiente volví a encontrarla. Y al día siguiente del siguiente, otra vez. Y al siguiente del siguiente del siguiente, de nuevo.

Ella no me miraba, creo que ni siquiera me registraba, pero estaba seguro que algún día iba a suceder. Y cuanto más tiempo pasaba, más le encontraba una mirada inteligente que (pensaba yo) sería capaz de descubrir lo esencial. ¿Qué esencialidades tenía yo para ofrecerle? Bueno, eso después se vería… Lo importante es que cuanto más tiempo pasaba, más coraje iba tomando. Y un día lo decidí: si hoy la vuelvo a ver, hoy la encaro. Hoy le digo. Hoy le declaro mi amor…

Pero llegado el día, ella ya no estaba. La habían reemplazado por una enorme botella de Coca-Cola alrededor de la cual 2 idiotas tomaban y se reían quién sabe de qué… En las partes claras de la foto todavía se podían entrever algunos de sus rasgos, aunque poco.

Pasó un tiempo, bastante tiempo, y me fui olvidando de ella. Todos los días atravesaba el lugar de siempre y, aunque no miraba expresamente, me daba cuenta que allí seguía la pareja de idiotas. A la que después reemplazó un señor que tomaba whisky en un sillón. Después otro señor que fumaba y largaba humo de verdad por la boca. Y después, ni me acuerdo.

Pero un día, uno de esos días en los que ocurre lo inesperado, ella estaba de nuevo en su lugar. Se la veía distinta, con otro color de pelo, otra mirada, otra actitud, otra onda… pero eso no tenía nada de malo. Lo malo es que, envuelta en el ajustado jean que la esponsoreaba, abrazaba a un señor muy pero muy fachero, con todo lo visible a la vista.

Me sentía engañado, frustrado y decepcionado. ¿Qué había sido de aquella diosa que era capaz de ver más allá? ¿Cómo había sido capaz de traicionarme de ese modo?

Crucé la calle, rumbo a mi trabajo, desolado, puteando en silencio a Saint-Exupéry.

Bomberos virtuales.

CONSIGNA 2: El planeta está en llamas, en un minuto todo explotará.

Año 2055, creo. La profesión en la que trabajé toda mi vida ya no existe, pero buscando y buscando descubrí una segunda vocación: bombero virtual. Es como lo que hacían los bomberos de antes, pero desde un control central. Un lindo trabajo para la tercera edad. No hay que subir escaleras, ni arrastrar mangueras, ni sufrir quemaduras. Todo se reduce a estar sentados, mirar pantallas y apretar botones para que el agua vaya para allí o para allá… como en esos videojuegos que jugábamos de chicos, pero a lo bestia y mojando.

Hace un par de meses que empecé y ya me tocaron 2 o 3 incendios, de cabotaje diría, pero lo de hoy es una superproducción. Parece que el mundo entero está en llamas y, según dicen, en unos minutos todo va a explotar. Qué cosa. Tomé este trabajo casi como un pasatiempo, algo como para no aburrirme y, de sopetón, se puso interesante.

Debería buscar las instrucciones que me dieron cuando ingresé, así veo el famoso protocolo del fin del mundo… jeje… cómo les gusta esa palabra, pero la verdad es que no lo encuentro. Para tenerlo siempre a mano lo había guardado junto con mis pañales descartables, pero tampoco me acuerdo dónde guardé los pañales. Me parece que es más emocionante improvisar.

Como pueden ver, delante mío… bueno, delante nuestro debo decir, ya que somos varios “muchachos” los que estamos a cargo del operativo… hay un montón de pantallas en las que podemos visualizar todo lo que se está incendiando en el mundo. Nuestra misión es apagar el fuego, pero –para no entrar en la rutina, algo muy peligroso a nuestra edad- nosotros lo hicimos más divertido: a lo que nos gusta le mandamos el chorro de agua. A lo que no, nos hacemos los boludos.

Miren ahí. ¿Ven eso que parece una torta de casamiento flambeada? Es el Congreso de la Nación Argentina. Eso, por ejemplo, no lo vamos a apagar. No es que lo vamos a quemar… no, nunca haríamos eso. Sólo lo vamos a dejar ser. Le sacamos el audio para no escuchar los gritos, no somos morbosos… pero no podemos apagar la imagen… Tenemos que mirar para estar seguros de que todo termine bien… o mal; bueno, como prefieran.

Esa otra torta más lujosa… la que se ve allá arriba, es el Vaticano. Con esa hay discusiones. Algunos les quieren mandar el chorro, otros no quieren saber nada. Yo, por las dudas, no me meto. Creo que vamos a terminar tirando la moneda.

Esa casa chiquita… bueno, chiquita comparada con el Vaticano… es la de Marcelo Tinelli. ¿Pueden creer que todavía está vivo? Como seguro le va a tocar el infierno, se lo vamos adelantando, como para que entre en clima.

Y aquel edificio, ese grandote y sólido, es la sede de la AFA… o de la FIFA, algo así. Ese también lo dejamos que fluya.

La verdad es que no le hacemos mal a nadie. Sólo nos divertimos un poco. Hay quienes se ponen radicales y nos tratan de incendiarios, de asesinos, de viejos locos… Puede ser. Pero si esto realmente termina explotando, si el planeta se termina y todo vuelve a empezar… van a ver que, aunque no lo crean, nos lo van a agradecer.

Portero visor.

CONSIGNA 3: Mi abuela es el lobo feroz.

La tele se había vuelto aburridísima. Las novelas ya las sabía de memoria. Los noticieros repetían siempre la misma historia. Y hasta en los almuerzos de Mirtha se veían siempre las mismas caras. O se veían caras nuevas, pero de los mismos invitados.

Las chicas con las que jugábamos a la canasta se habían ido dispersando por distintos barrios: una en Chacarita, otra en Liniers, la más paqueta en Recoleta. La única que quedaba viva me ganaba siempre, así que a ésa prefería no verla.

Y mi hijo hacía lo que podía. O lo que mi nuera le dejaba hacer. Venía cada tanto, tranquilizaba su conciencia y después se mandaba a mudar.

Por eso, cuando en el edificio instalaron ese aparato sentí que volvía a vivir. Yo soy de la época en la que, cuando te tocaban el timbre, mirabas por la mirilla. El portero eléctrico ya me había parecido una revolución. Pero cuando apareció el portero visor sentí que había entrado en el futuro.

Era increíble cómo ese cachivache tan sencillito podía ofrecer tantas emociones.

Al principio le tenía un poco de desconfianza. Pensaba que así como yo veía a los que llegaban, ellos me veían a mí. Siendo que a veces no estaba presentable, esa posibilidad no me gustaba mucho. Pero una vecina me lo explicó muy clarito: el portero visor era como un embudo y yo estaba del lado finito.

Esa revelación me convenció. Tanto, que no dudé un segundo en sacar el sillón que desde hace 30 años estaba instalado frente a la tele y reinstalarlo justo frente a la pantalla del nuevo “canal”.

En pocos días podía saber con exactitud quién llegaba a cada hora, quién venía de visita, quién pedía empanadas, quién pedía pizza, todo…

Después de un par de semanas había armado una programación perfecta… aunque, después de otro par de semanas, me empecé a aburrir. De nuevo.

La entrada y salida de mis vecinos se había vuelto un poco monótona, no era tan emocionante como me había parecido en un principio. Todo era demasiado previsible, rutinario… Entonces decidí convertirlo en algo más entretenido.

Empecé de a poco. Lo primero que se me ocurrió, cuando veía que alguien salía, era fingir una voz y pedirle que volviera a su casa. Era una pavada, pero me divertía ver cómo mis vecinos iban y venían sin ton ni son.

Después empecé a meterme con los que entregaban comida. Como estaba siempre en la pantalla, podía atenderlos antes de que tocaran el timbre, así que los abarajaba y los mandaba para cualquier lado.

Lo mismo hacía con los Testigos de Jehová. Lo que más me gustaba era enchufárselos a las vecinas más chupacirios.

Un día llegó de viaje el marido de la de arriba. Yo sabía que la fulana tenía otro fulano y, por los ruidos que escuchaba, sabía que estaban en acción. No lo dudé. Lo mandé derechito a su casa… Reconozco que cuando oí los gritos me agarró un poco de remordimiento… y cuando me enteré de lo del divorcio, un poco más… pero qué culpa tenía yo.

Hasta que un día, en una reunión de consorcio, decidieron sacar el portero visor. Parece que a la gente le producía mucho estrés.

Volví a correr el sillón a su lugar histórico y volví a mirar a Mirtha. Sí, Mirtha seguía.

Sin embargo, la aventura del aparatito me había dejado con ganas.

Aunque los vecinos se quejaban, el edificio había tomado vida… Y la verdad es que nadie sospechaba de mí. Todos seguían cediéndome el paso, llamándome abuela o mamita, tratándome con un cariño condescendiente (que incluía un innecesario tuteo)… absolutamente hinchapelotas. Creo que esa es la palabra adecuada.

Ahí fue cuando empecé a experimentar con el ascensor. Me levantaba a la madrugada y estudiaba la reja. Con un banquito llegaba hasta la parte de arriba y veía una cosita retráctil que impedía que la puerta se abriera cuando el ascensor no estaba en el piso. Era como un seguro o algo así. No sé, eso es lo que escuché que decían.

Lo otro que escuché fue el plop del vecino del décimo. Seco y rotundo. Pobre muchacho, se ve que salía apurado. ¿Por qué corre tanto esta juventud?

En fin… es triste, bastante triste… pero no hay mal que por bien no venga. El edificio volvió a tomar vida. Vino la policía, vino Crónica, tenemos tema para unos cuantos días…

Yo sé que en un par de semanas esto se va a acabar y es muy posible que me vuelva a aburrir… pero no me preocupo: seguro que algo se me va a ocurrir.

Cine.

CONSIGNA 5: Hacer listado de palabras. Elegir una. Usarla como título.

Todos tuvimos un cine en nuestro barrio. Por entonces todavía había varios cines en cada barrio, pero había uno que era especialmente propio.

El mío era uno que tenía ínfulas de palacio, pero de palacio un poco decadente, como de una aristocracia venida a menos. En realidad no podía imaginarlo en su plenitud, no podía pensar que alguna vez hubiera sido esplendoroso. Su encanto venía precisamente de su decadencia, de su humedad, de cierto olor que lo identificaba y que no evocaba jardines de rosas.

Era un olor medio rancio, mezcla de pis con amoníaco, que a ciertas horas se mezclaba con otro, inconfundiblemente a sopa, que claramente salía de la cabina de proyección.

De todos modos, no íbamos allí a oler, íbamos a ver. Y cuánto había para ver.

Por empezar, ese infaltable telón-tanda donde convivían armoniosamente la rotisería, la farmacia, la funeraria, el zapatero, la panadería, la peluquería y todos los cuentapropistas del barrio que querían alcanzar, sobre esa tela, sus 5 minutos de fama. Honestamente no era muy lindo, pero era útil para amenizar la espera… ¿dónde dice “El gran raviol”… dónde dice “La sana sana”? ¿dónde dice “Su pregunta no molesta”?

El programa arrancaba a eso de las 2 de la tarde, a pleno sol, y terminaba a eso de las 7, con las primeras luces de la noche.

En el medio, el mundo entero se desplegaba ante nuestros ojos, sobre una pantalla un poco amarillenta en la que nunca veíamos menos de 3 películas… 4, a veces, si nos quedábamos a la primera de la función nocturna.

El sonido era a pedido. Si había cierta cantidad de espectadores se escuchaba más o menos bien. Pero si los autoconvocados éramos pocos, había que pegar un chiflido para que el operador se despertara y le diera un poco de gas.

Posiblemente mi cine se parecía mucho a cualquier otro cine de barrio de los que había por entonces… Sin embargo el mío tenía algo especial.

No ocurría siempre, pero cada tanto… misteriosamente… algo de la película que estaba viendo traspasaba la pantalla y se ubicaba en la butaca de al lado… o a lo sumo a dos o tres butacas de distancia. No me daba cuenta cómo ocurría, pero ocurría.

Uno de mis primeros hallazgos fue un sombrero. Poca gente seguía usando sombrero, pensé que un espectador medio chapado a la antigua se lo había olvidado. Pero cuando me acerqué a él y lo tuve en mis manos, me di cuenta que era el mismísimo sombrero asesino de Oddjob, el asistente coreano de Goldfinger.

Miré a mi alrededor, todos estaban concentrados en la película… Discreto, lo escondí en mi campera y lo llevé a casa.

Curiosamente ni mi papá, ni mi mamá ni mi curiosa hermana se dieron cuenta que traía algo debajo de mi abrigo… así que enfilé para mi habitación, me subí a un banco y lo guardé en el estante más alto de mi ropero.

Algunos días más tarde, de nuevo en el cine, algo brillaba a unos metros de mi butaca. Esta vez “la cosa” no estaba tan cerca, por lo que tenía que ir butaca por butaca, aprovechando los momentos de más tensión de la película, los momentos en los que los espectadores menos miraban para los costados…

Supongo que, visto de lejos y en la oscuridad de la sala, parecía una rana que iba saltando de charco en charco… pero la búsqueda valía la pena: lo que brillaba era nada menos que el casco de Peter Fonda, buscando su destino.

Esta vez no iba a ser tan fácil salir de la sala y menos entrar a mi casa sin ser interrogado. El casco era más que evidente debajo de mi brazo… pero no. De nuevo, nada. De nuevo, al estante del ropero.

Me moría por contarle a alguien lo que me estaba pasando, pero no quería cortar la racha.

De a poco me fui haciendo una colección: la cámara de fotos de Blow Up, unos libros quemados de Farenheit 451, el hueso de 2001, el cuchillo de Norman Bates, la bikini de Barbarella, el carrito de Rosemary… todo iba a parar al ropero (el estante ya no alcanzaba). Nada tenía explicación.

Hasta que un día, fatalmente, desembarcaron los pastores y el cine se transformó en un insufrible “pare de sufrir”.

Yo ya no era un niño, ni siquiera un adolescente, pero seguía siendo bastante ingenuo. Por lo que un día me decidí y entré en el templo. Quería saber si todavía quedaba algo de aquella magia… alguna clave que me ayudara a descifrar el misterio que me había acompañado durante tantos años. Pero no había nada. Nada de nada. Todo estaba tan vacío como mi ropero.

Detective en cuarentena.

CONSIGNA 4: Un día en la vida de un detective privado… en tiempos de coronavirus.

Lo llamaban el sabueso. Y no era una exageración. Tenía un olfato infalible y no había nada que estuviese fuera de su radar.

Partía de la base de que todo sujeto era sospechoso y desde allí investigaba e investigaba hasta que lo identificaba con pelos y señales.

Cuando recorría las calles no había detalle que se le escapara. Cada cuerpo, cada sonido, cada sombra quedaban grabados en su disco duro con una fidelidad absoluta.

Y dentro de su propia casa era capaz de registrar cualquier movimiento, cualquier alteración del orden, cualquier cambio… por mínimos que fueran.

Hasta que llegó aquella cuarentena.

Dicen, sus más cercanos, que la intensificación de sus recorridas, con la consiguiente acumulación de datos que eso conllevó, superó su capacidad de almacenamiento y fue la causa de su enloquecimiento.

Puede ser. Es una hipótesis.

Personalmente creo que la razón fue otra: acostumbrado a tener todo bajo control, una nueva presencia, cercana y contundente, lo descolocó.

¿Quién era ese sujeto que inesperadamente había aparecido en su vida? ¿Cómo había logrado infiltrarse en su intimidad sin que nada lo preanunciara? ¿Cómo no podía reconocer su fisonomía, justo él, a quien nada se le escapaba?

Su extraordinaria capacidad detectivesca había sido puesta en jaque. Y algo peor: el sujeto no parecía sentirse intimidado en lo más mínimo por su acoso.

Durante días y semanas, lo siguió sin perderle pisada. No era fácil hacerlo ya que el sospechoso tenía una rara habilidad para despistarlo. Avanzaba en una dirección, de pronto frenaba y, sin ninguna razón lógica, volvía sobre sus pasos. De pronto parecía seguir un camino previsible, pero tampoco… En un giro desconcertante cambiaba de rumbo y tomaba el camino más inesperado.

Al sabueso lo exasperaba ese deambular, pero lo que más lo volvía loco era el ruido… ¡ese ruido! El sujeto no era sigiloso, todo lo contrario. Se pavoneaba por todos lados bramando como una locomotora…

Indolente, altiva, la “cosa” iba y venía sin el menor pudor.

¿Qué es lo que era? ¿Un habitante de otro mundo? ¿Un mutante? ¿Un alienígena gritón?

Pasó días y semanas siguiéndole la pista. Ya casi no podía soportar el peso del enigma no resuelto. Estaba enajenándose.

Hasta que un día, imprevistamente, una corriente de aire hizo cerrar una puerta con violencia y quedó enfrentado a su realidad.

La puerta tenía un espejo que la cubría casi completamente. Él miró el espejo, escrutó su reflejo y sin ninguna compasión se dijo: “sos un perro”. Lo cual era cierto, era el perro de la casa. Pero su frase tenía un sentido mucho más dramático: “sos un perro como detective”; eso es lo que realmente quería decir.

Escuchó cómo esa frase resonaba entre sus 2 orejas y se sumió en un letargo de depresión y locura. No comía, no se movía, prácticamente dormía todo el día… pero entre sueños seguía alucinando con el ruido infernal de aquel intruso al que ahora, además, se sumaban las risas de los chicos que parecían haberlo adoptado como a una nueva mascota.

Eso ya había pasado. Un hámster y una tortuga en algún momento le habían quitado el cetro, aunque sólo transitoriamente… a la larga se aburrían y volvían a él. Pero esta vez era distinto: no sabía a qué se estaba enfrentando. Ni su olfato ni su instinto le habían dado una mísera pista sobre el misterioso personaje. Estaba completamente perdido.

Cada tanto, cuando alguna visita llegaba a ver a la familia, lo presentaban como “el sabueso de la casa”, lo que no hacía otra cosa que amplificar la patética visión que tenía de sí mismo. Se sentía un fraude y, dadas las circunstancias, lo era.

Pero un día, milagrosamente, el ruido cesó. Al sujeto no se lo veía por ningún lado ni parecía haber rastros de él. Igual, había que ser muy cuidadoso. Ya sabemos que era bastante traicionero, que iba y venía sin avisar. Y que no se sabía por dónde podía atacar.

Rocky encaró el living en puntas de pie. Nada por allí. Luego se encaminó hacia el dormitorio principal. Tampoco. Sigilosamente entró en el cuarto de los chicos. Menos. Los baños. Menos que menos. A medida que se acercaba a la cocina, el corazón le latía cada vez más fuerte. Parecía a punto de explotar.

Y de pronto, el milagro: coronando el tacho de basura, mitad adentro y mitad afuera, estaba él. Cual OVNI encallado. Tieso, inerte, mudito. Totalmente indefenso.

Rocky se acercó lentamente, extrañamente conmovido. Olfateó respetuosamente su cuerpo, helado como un témpano, y encontró, escritas sobre sobre su brillante carcasa, las palabras que revelaban el enigma. Pero estaban en chino.
Haciendo las cosas que hace un director creativo -avisos, comerciales, activaciones, promos- y mirando a su alrededor para seguir haciendo. Bienvenidos.



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